La representación artística se escapa de entre las grietas de lo que no se dice en el plano de lo real. Es artificio, construcción plástica o lingüística sobre la que el realizador plasma una idea. En la búsqueda de lo multidisciplinario, surge la interesante propuesta de no sólo poner en comunicación áreas, sino dentro de ellas mismas, establecer lazos entre formas —géneros— y manera de proceder, en este caso, en el quehacer literario. Si bien no es novedosa en literatura la práctica de utilizar distintos géneros, sí es más reciente la aproximación que teóricos y críticos literarios han tenido hacia el hecho ficcional. A partir de la teoría de la deconstrucción y de los estudios pos (poscolonialismo, posculturalismo, posfeminismo, entre otros), la lectura de lo literario se ha dado desde los márgenes de cada obra. Ya no la anécdota en sí, sino el performance operativo que explica su “maquinaria”.
En este punto de lo que se habla es de aquellas obras en las que lo violento se convierte en materia estética: el supliciado en Farabeuf, de Salvador Elizondo o las jóvenes sacrificadas en La condesa sangrienta, de Alejandra Pizarnik, por mencionar dos ejemplos, donde el crimen se transforma en materia de creación para representar algo más que una forma de violencia. En ambos casos, lo que se pone en escena es una ritualidad que más que un lector pide por un espectador que legitime como artificio y drama, lo que observa