Para alcanzar este objetivo, se propuso incentivar la participación activa de las comunidades locales para liderar el cambio estructural que hiciera posible que los procesos locales y regionales del desarrollo transformaran sustancialmente las relaciones negociadas entre los agentes económicos y los actores políticos, como condición de posibilidad para potenciar el control sobre el desarrollo local y establecer una clara vinculación entre las políticas económicas, sociales y ambientales; de modo que las sociedades locales lograran insertarse en lo global de manera competitiva, capitalizando al máximo posible sus capacidades a través de estrategias basadas en la lógica del Desarrollo Endógeno: decisión local, control local y retención local de beneficios (Graham y Gibson, 1996: 146).
A pesar de que en la actualidad este modelo de desarrollo aparece como una posibilidad real para atender los desafíos impuestos por la globalización, el hecho de que para poder concretarlo se refiera como condición sine qua non la Seguridad Alimentaria, ha llevado a que erróneamente se considere que una vía para potenciar este desarrollo es la instrumentación de programas de intervención impulsados por el Estado, para superar la desigualdad, pobreza y hambre, lo que ha llevado a dejar de lado la consideración de que la Seguridad Alimentaria asume una condición multifactorial al estar asociada a factores como la disponibilidad, accesibilidad, consumo y aprovechamiento biológico, que implican un cambio sustantivo no sólo en la producción de alimentos, sino en la forma en que se puede tener acceso a ellos y garantizar una vida plena y saludable, en lo cual las comunidades pueden y deben asumir un papel protagónico.Con la instrumentación de las políticas económicas neoliberales impulsadas por el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional, a fin de afianzar una política económica internacional que hiciera posible el libre comercio y la libre movilidad del capital entre fronteras; hacia finales de la década de los 90’s se generó un deterioro significativo en muchos países que trajo consigo procesos de inestabilidad política, lento crecimiento económico y la diversificación de problemas sociales, que en su conjunto derivaron en una crisis estructural.
Esta crisis llevó a que los países de América Latina y El Caribe transitaran de una condición sostenida en que se había reducido el hambre, a otra en la que la desigualdad, pobreza, hambre y falta de desarrollo se erigían como el denominador común. Ante este escenario y como contraposición a este modelo exógeno del todo asimétrico, se plantea la urgente necesidad de instrumentar un nuevo modelo de desarrollo orientado a satisfacer las necesidades individuales y sociales actuando sobre el mejoramiento de las condiciones de vida de la población (Basombrio, 1990: 10)