En verdad no sé si leer sea algo bueno (seguramente, ante la apatía hacia el
acto de leer, abundan los discursos sobre lo benéfico de la lectura, como el
tantas veces repetido “hacia un país de lectores”, en todo caso sería
interesante analizar los pros y contras de la lectura a la luz de su propia historia) o malo. Sea lo que fuere, me parecen apropiadas aquellas palabras de Éluard,
según las cuales existe un cierto número de verbos que no soportan el imperativo,
entre los que destacan: amar, comer, imaginar, soñar y leer; es decir, no podríamos
ordenar a alguien que coma, que ame (como a menudo lo hace la tradición cristiana),
que sueñe o que lea. Siguiendo estas palabras, mi intención en este breve escrito
no es conminarlos a leer el texto reseñado, sino a que lo compren. No por un
cinismo “neoliberal”, como algunos pudieran entenderlo, sino simplemente porque
estoy convencido de que uno no es quien escoge sus libros, al contrario, los libros
son los que escogen a sus lectores; nosotros no leemos, los libros nos leen