Escribía Baltasar Porreño, en sus conocidos Dichos y hechos del rey Don Felipe II (1632), que el monarca había edificado un templo en El Escorial «que puesto al lado de las siete maravillas del mundo, es una de ellas y merece el primer lugar». Es decir, desde muy pronto, la magna obra escurialense rivalizó con las grandes arquitecturas de la Antigüedad como la Octava maravilla, pues ése era el número de orden que le correspondería, a pesar de los deseos del citado autor. Otros, más intransigentes, como el,padre Francisco de los Santos en su Descripción breve del Monasterio de San Lorenzo (1657), no dudaba en atajar calificando la obra de Felipe II como Opus miraculum orbis y única maravilla del mundo, descartando así a todas las demás. Ello quiere decir que, a juicio de los contemporáneos y generaciones siguientes, había que retroceder en la historia hasta encontrar en las Pirámides de Egipto o en los Jardines colgantes de Babilonia, algo que pudiera compararse con la asombrosa grandeza del monasterio de San Lorenzo de El Escoria