En tiempos en los que tener opiniones propias y defender la libertad y la individua-
lidad equivalía a correr riesgos un paciente mío, sacerdote y prolijo escritor en el diario
Unidad
, manifestó un avieso interés por las que denominó mis «inquietantes inquietu-
des». Esas inquietudes tan mal vistas por algunos no me abandonaron con los años y
a ellas les debo uno de los sucesos más afortunados de mi vida, ya que me condujeron
hasta Antonio Beristain, en quien hallé a uno de los más sólidos baluartes de la libertad
de acción y pensamiento. Al lado de este otro sacerdote, tan distinto del primero, tuve
la oportunidad de enriquecerme intelectual y moralmente y se me concedió el privilegio
de una amistad cordialísima por la que siento la máxima estima. Precisamente me digo
a mí mismo que quizá fueran los efectos tóxicos que a veces tiene la amistad los que
llevaron a Antonio a proponerme que me incorporara al cuerpo docente del Instituto
Vasco de Criminología para impartir clases de bioética en su máster. En cualquier caso,
yo acepté y durante varios años tuve el placer de dedicarme a una labor que me abrió
nuevos horizontes intelectuales y me ayudó a descubrir perspectivas inéditas de mi
propia actividad como médico