La edad de los eventos geológicos se puede estimar mediante dos aproximaciones diferentes: las técnicas de datación absoluta, donde se mide el tiempo transcurrido desde que sucedió el evento, y las de datación relativa, en las que el evento se sitúa cronológicamente en relación a otros, por lo que no se usa unidades temporales
homogéneas. En las primeras se precisa un proceso físico regulado por alguna expresión matemática en la que el tiempo intervenga como variable (como ocurre en las técnicas basadas en la desintegración radioactiva, la luminiscencia o la racemización
de aminoácidos) y que se inicie de forma coincidente con el evento que se pretende datar. En las segundas se usan otras unidades (vg., biozonas, crones y estadios isotópicos), a menudo combinadas entre sí. A los profanos la datación relativa les suele parecer como de menor valor y precisión que la absoluta, induciéndoles a pensar que se trata de un tipo de ordenación temporal muy particular de la geología. No es éste el caso, pues esta datación es la que se usa en la narración de los sucesos históricos y, más importante aún, al combinar unidades bioestratigráficas y magnetoestratigráficas, de distinta naturaleza, se alcanza una gran precisión cronostratigráfica, por lo que ambas se usan para establecer los límites de pisos y edades (véase la redefinición del límite Plio-Pleistoceno en 2,588 Ma, coincidente con el tránsito entre los crones Gauss y Matuyama). Pese a ello, y quizás por su amplia tradición de uso en paleontología, algunos colegas caen recurrentemente en la tentación de elaborar enfoques
cronométricos a partir de los grupos fósiles que les son más familiares, mediante ajustes de cambio rectilineal en linajes de organismos pretéritos donde se asume, a menudo inadvertidamente, una lógica ortogeneticista para las tendencias evolutivas que se pretende describir, lo que constituye una variante del razonamiento de “si hoy es martes, esto es Bélgica”.Universidad de Málaga. Campus de Excelencia Internacional Andalucía Tech