El domingo 31 de mayo de 2009, mientras veía televisión con mis padres, recibimos la llamada de una tía de Bogotá. Con voz preocupante le informaba a mamá que mi abuelita se encontraba en grave estado de salud. Mi abuelita se había ido a Bogotá para asistir a la Primera Comunión de uno de mis primos; la mañana del 31 se levantó y mientras estaba en la ducha se desmayó. Mi tía escuchó el sonido alarmante que provenía del baño y al abrir la puerta, vio a mi abuelita en el piso e inmediatamente la llevó a la cama. Cuando mi abuelita recuperó su conciencia, le dijo a mi tía que tenía un dolor insoportable en el pecho y además, mareo. Al instante, mi tía llamó a la ambulancia; mi abuelita la abordó tranquilamente y en la clínica advirtió “No exageren que ya estoy bien”. Los paramédicos la acompañaron hasta el lugar donde estaba la camilla; al acostarse, comenzó a convulsionar. Sus ojos desorbitados completaban la desgarradora escena que continuó en la sala de reanimación. Ese fue el momento en que mi tía llamó para contar que estaban en la clínica