La evidencia científica muestra que numerosas enfermedades
son más comunes en personas que tienen poca o nula actividad en comparación con aquellas que son regularmente activos (Borodulin, Laatikainen, Juolevi y Jousilahti, 2008; Curi, Gomes, Kingdon y Costa, 2003; Florindo et al., 2009; García-Ferrando, 2001; Martínez- González et al., 2001; Porras-Sánchez, 2009; Ruiz- Juan, De la Cruz y Piéron, 2009; Ruiz-Juan y García- Montes, 2005; United States Departament of Health
and Human Services [usdhhs], 1996; Varo et al., 2003;
Vuori, 2004). En este sentido, si la inactividad física se
muestra como un riesgo de mortalidad independiente,
los esfuerzos para incrementar y mantener la actividad
física podrían significar beneficios saludables en un corto
lapso (Martinson, O’Connor y Pronk, 2001). El sedentarismo se refiere al nivel de actividad física que está por debajo del umbral para originar efectos saludables (Booth, Chakravarthy, Gordon y Spangenburg, 2002). Algunos estudios han demostrado que el estilo de vida sedentario permite la aparición de enfermedades cardíacas, algunos tipos de cáncer, diabetes
tipo II, infarto de miocardio y ciertos desórdenes
músculo-esqueléticos (García Pérez, García Roche, Pérez
Jiménez y Bonet Gorbea, 2007; Martinson et al., 2001). La incidencia o prevalencia de estas enfermeda des constituye un grave problema de salud pública, y se ha comprobado que una proporción considerable de la mortalidad ocasionada por las enfermedades crónicas no-transmisibles más frecuentes puede atribuirse a los efectos del sedentarismo (Lobelo, Pate, Parra, Duperly y Pratt, 2006; usdhhs, 1996)