Son innumerables las aportaciones que en las últimas décadas han destacado la importancia del espacio y la ciudad para las formaciones políticas y sociales. Sea en los distintos planos a través de los que comprender la organización del espacio —territorios, escalas, redes, lugares (Jessop et al., 2008)— o tomando la ciudad y la metrópoli como marcos privilegiados de los procesos contemporáneos de cambio social y pugna política (Hardt & Negri, 2009:249-60), las geometrías del poder (Massey, 1993) aparecen como lentes privilegiadas para la comprensión de las hegemonías que regulan la constitución de lo común y para la imaginación de resistencias y formas de relación social alternativas. A pesar de todo, la dimensión espacial del movimiento 15M —uno de los momentos políticos clave en las últimas décadas en nuestro país— ha pasado casi desapercibida en la mayor parte de los análisis posteriores a su eclosión. En este capítulo mostraré que esta faceta del movimiento fue en realidad uno de sus aspectos más interesantes en sus primeros pasos, tanto a nivel de la conformación y principios de las protesta como, más particularmente, desde el punto de vista urbanístico. Amenazadas sus condiciones de reproducción social por la crisis y las políticas de austeridad subsiguientes, este grupo en fusión (Sartre, 1970) carecía inicialmente de un programa político formal; en su ausencia, sin embargo, las prácticas espaciales desplegadas por los indignados operaron como una política prefigurativa, anticipando en la ordenación de las acampadas y la interacción de sus redes las formas de organización social a que el movimiento aspiraba. Por otra parte, estas formas de articulación del espacio público urbano y sus conexiones interurbanas resultan especialmente atractivas para aquellos urbanistas y arquitectos que buscan senderos alternativos en los que comprometer sus técnicas y saberes con objetivos de justicia social y democracia ampliada