A los ochenta años de su muerte, la figura de Ramón Acín Aquilué (1888-1936) sigue despertando sugerencias e inquietudes. Tras cuarenta años de obligado silenciamiento, la primera exposición antológica de su obra tuvo lugar en Huesca en 1982; poco antes, en 1977, había sido incluida en una colectiva. Han transcurrido por lo tanto otros cuarenta años de estudios y exposiciones en torno al artista y las diferentes facetas de su rica personalidad siguen ofreciendo muchos matices de interés. Cabría apuntar diversas razones para explicar esta circunstancia, pero la más relevante, a mi juicio, es que Acín continúa siendo nuestro contemporáneo. Lo decía Antón Castro hace unos años: «No fue la úni - ca existencia truncada, no, hubo casi un millón de muertos y cientos de miles de historias personales incomparables, pero Ramón Acín era único. Tenía un sitio entre nosotros»1.
Desde la infancia había manifestado una inclinación inequívoca hacia el dibujo y la pintura, como él mismo recordaba con motivo del fallecimiento del pintor Félix Lafuente, a cuyas clases había asistido: «Yo era el más joven de sus discípulos y fui también su discípulo amado. Para aquel maestro yo era el San Juan de sus discípulos»..